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EL HECHIZO DE PARÍS

EL HECHIZO DE PARÍS

La cabeza me baila, las imágenes se amontonan y no paran de dar vueltas. Así me desato, me vuelvo más loco todavía y el surrealista canta, ríe, baila, gesticula y se da cuenta de que no hace otra cosa que llamar la atención, aunque no intentará poner remedio cuerdo. Es que estoy navegando por el Sena y París me contagia con su luz, transmite alegres,  dulces y variadas sensaciones, y por si fuera poco, por los altavoces del barco suena la siempre evocadora voz de Yves Montand con “A París”, “La chansonette”... A un lado el Museo D’Orsay, hemos pasado también por Notre Dame. Será un paseo turístico, pero es que surcar las aguas que pasan por el corazón de la ciudad en la que nació el surrealismo, hace que se me aceleren las neuronas de la imaginación, aunque muchos piensen que estamos pagando la “turistada”. Me da igual lo que opinen, me siento feliz así. Sólo sé que estoy en una de las ciudades más bellas del mundo, por no decir la más hermosa, y que a París no se viaja mas que en contadas ocasiones, por lo que hay que aprovechar todas las oportunidades que se presentan sin minusvalorar ninguna.

Es en París, donde uno puede ver cumplidos sus sueños más variados, desde los más profundos hasta los más livianos, hay que disfrutar intensamente con los cinco sentidos. Con la vista, porque a través de nuestra retina, en la Ciudad de la Luz se captan paisajes urbanos inigualables, cargados de una historia tan sabiamente alimentada por ese lema de la Revolución Francesa, que creo haber asimilado íntegramente en el interior de mi comportamiento, que no es otro que el de “Libertad, igualdad y fraternidad”, tres palabras intensamente hermosas que encierran toda una filosofía de convivencia. Además, pasear por los Campos Elíseos, observar la elegancia y la belleza de las mujeres (ellas dicen que también de los hombres) a lo largo de todo el recorrido, por poner un ejemplo, es todo un espectáculo. Contemplar un atardecer por en los parques públicos tan pródigos de jardinería y flores exquisitas, poblados por parejas dulcemente amorosas, produce un efecto embriagador.

Si afinamos el oído, estando anímicamente preparados, allí todo suena a música, desde el acordeón callejero con sus notas alegres o tristes y melancólicas, los cantantes a la luz del sol o de la luna en las plazas o a orillas del río, que siempre producirán unos efectos mágicos llenos de clamor parisién.

El París mágico que siempre hemos soñado (también está el no soñado, quizás más real) ofrece sus perfumes especiales, desde Montmartre a Pigalle, desde el Museo del Louvre hasta el Forum des Halles, en todos los espacios, se prodigan los olores más sensitivos y sensuales, de esos que jamás se olvidan.

El gusto, cómo no, y ya que estamos en la capital del país con la cocina más reconocida del mundo, permite disfrutar de una cantidad de sabores tan ilimitada, que es preciso saber degustar y no comer cantidad, dada la exquisitez con que se guisa por aquellos lares, ya sea en locales económicos o mayormente sofisticados.

No podía en la principal metrópoli francesa, la mención al sentido del tacto, íntimamente ligado a los sentimientos más románticos, en los que se combinan desde parejas entrelazadas junto a simples caricias con las personas mirándose a los ojos.

El caso es que a este loco surrealista le ha entrado un baño de nostalgia romanticona. Menos mal que me siento reaccionar, y aunque sigo recordando visitas anteriores con música cantada por Rina Ketty, Edith Piaf, Maurice Chevalier, Mireille Mathieu, el propio Yves Montand, poco a poco mi cabeza recobra sus movimientos iniciales y se traslada a barrios y locales divertidamente ligeros y frívolos. En Montmartre, muy cerca del Sacre Coeur se puede disfrutar de los cafetines cantantes y llenos de picardía, en los que las vedettes, no importa la edad de las mismas, llegan a sentarse encima de las piernas de los hombres, provocando unas fingidas escenas de celos, para el babeo correspondiente de ellos. Y si bajamos un poco más, casi en vertical, pronto nos encontraremos en Pigalle, la zona “diver” con sus cabarets de corte erótico y más…, en los que he llegado a ver a padres que han dejado sigilosamente el hotel y se encuentran con sus hijos en el mismo tugurio. Y no pasa nada, que todo se solventa con unas risas que siguen a la sofoquina inicial.

Por aquello que dijo Enrique IV de que “París bien vale una misa”, para visitar la Ciudad de la Luz, bien merece la pena esforzarse un poco. Una vez allí, sin prisas, hay que detenerse en los lugares, visitar  sus incomparables museos, acudir a las salas de conciertos y óperas, y pasear conjuntando todos los sentidos, con uno que no he mencionado entre los cinco y que para mi es el más importante: el de la imaginación.

 

MANUEL ESPAÑOL