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Mundo mágico

DESDE BIESCAS, CON HUMOR Y MUCHO AMOR

DESDE BIESCAS, CON HUMOR Y MUCHO AMOR

De entrada, quede claro que antes que los de Bilbao, los de Biescas nacemos donde nos da la gana. Que no se me enfaden los del Bocho, tierra de buenas gentes y donde el agua es especialmente buena. Uno pide “un agua de Bilbao” y repetirá una vez tras otra de este líquido maravilloso hasta que el  cuerpo aguante, para terminar cantando aquello de “Desde Santurce a Bilbao...”. Que por ese entorno también,  no lo dude nadie, se pescan unas merluzas extraordinarias.  Bueno, pues yo, Gabino, he de decir que aun a pesar de haber sido bien parido en Zaragoza, nací en Biescas, en pleno Pirineo aragonés, rodeado de hermosos picos y con unos alrededores por los que brinco mentalmente  y gozo pasionalmente, atraído por la increíble fuerza del más poderoso imán, del irresistible canto de unas sirenas de tierra firme adoradoras de la diosa Pirena. A ver quien, a estas alturas de mi vida, va a discutir mi condición de pelaire o biesquense (prefiero la palabra pelaire) que no se lo consiento a nadie. El mío es un idilio indestructible, que llevaré siempre en este corazón loco que tengo, ese corazón loco que me ayudó a conseguir importantes cimas de mis aspiraciones emocionales. Algún día explicare este entuerto dialéctico que no deja de tener su sentido, reconozco que un tanto majara. Son ya muchos los años que llevo aquí y casi formo parte de un paisaje cargado de magia y de un panorama humano auténtico y enriquecedor, y en el que no faltan toques especiales de simpatía y entrega a los demás. Si no existiera Biescas habría que inventarlo con idénticos personajes a los actuales y a los que se han salpicado con el paso de los  tiempos y que dejaron sus huellas. ¿Queréis adentraos conmigo por ese interior tan especial? No lo dudéis, y alcemos todo un telón de montañas en las que los propios montañeses  (señor alcalde, ¿me puedo incluir entre ellos?) son los protagonistas. Invitamos a los de Bilbao, que aquí todos, vengan de donde vengan, son bienvenidos, que a la media hora de estar con nosotros ya se pueden sentir  capacitados para decir que son de esta tierra.

 El despertar de cada día, por más que uno se haga el remolón entre las sábanas, siempre tiene algo de sorprendente, especialmente porque nada más abrir los ojos para ver las primeras luces del nuevo día, puede contemplar el paisaje, y al segundo de pisar la puerta de la calle, a poca sensibilidad que se tenga añadiendo una natural dosis de imaginación, se sentirá siempre sorprendido, no importa el día y la hora, que las imágenes apenas sufrirán variaciones, tan sólo en nuestra mente.  Así es la villa donde he jugado y en la que he protagonizado travesuras propias de un tierno infante; ahora sigo siendo infante si bien  ya no estoy tan tierno y no robo fruta, ni juego a policías y ladrones. Me refiero una época inolvidable que me ha hecho sentir y vivir extraordinarios tramos de huellas que se han convertido en imperecederas, aun a pesar del paso del tiempo. No es de extrañar pues, que si ahora en plena madurez física, aunque un poco pasado de rosca mentalmente, hoy o mañana o un día cualquiera a primera hora, tras haber realizado mi caminata diaria exigida por los galenos que no quieren que sufra percances evitables, acuda al bar del también amigo de infancia, Ramón, a fin de tomar mi tonificante cardiaco, es decir, un café que termina de ponerme en forma. Allí es fácil que me encuentre con mi amigo Paco, un buen médico que conoce de mis dolencias, y que de entrada me dice: “¿Pero te vas a tomar un café solo tan cargado de cafeína sin haber ingerido  nada sólido?.  Anda, que Romina o Andrés te pondrán uno de esos torreznos que tanto resucitan al caminante!” . Y como ellos me conocen bien, en menos de cinco segundos ya he empezado a masticar sin dar opción a un dialogo represivo por si el doctor en caso de arrepentimiento, me explica las malas consecuencias de mi vida disipada. Y Paco no se ha arrepentido al ver  mi cara de satisfacción. Termino con la mencionada joya gastronómica y haciendo un poco de uso de mi retranca, soy yo quien le echa la bronca: “¿Y no me decías en tu consultorio que no debo tomar grasas, ni dulces, ni...”. No me deja terminar:  ”Estás loco Gabino, y tu mal es que te lo tomas todo en serio, y así acabarás todavía peor del bolo. Ahora te he aplicado una medicina muy efectiva para el buen funcionamiento del cerebro”. Así que cuando me despido con un “hasta luego”, no puedo dejar de decir para mis adentros eso de “este sí que es un buen médico. Me gusta. Por cierto, que m recuerda que tengo que ir como paciente a su consulta, y no sé, bien lo que me va a decir, que mañana será otro día”.

El caso es que muy feliz en el Biescas de mi alma, cruzo de acera y veo al “Peque” en su carnicería. “Que no me compras carne -me dice-, que tengo un ternasco muy especial y una longaniza que veras...”. Y servidor, que soy débil ante las tentaciones de la carne y no sé decir que no, le hago caso, caigo y peco, aunque sepa que después no podré evitar la bronca de Jimena, que me quiere tanto, que a fin de que no me pase nada, esos chutes de colesterol se los adjudicará para sí misma en exclusiva, y servidor se quedará con unas humildes pero sanas borrajas. Al momento se lo cuento todo a Pepe, amigo de la infancia, de aquellos que de chicos dábamos buena cuenta de manzanas, higos, ciruelas y peras subiendo juntos a los arboles, y que para colmo también es médico especialista de pulmón y corazón. Y él, tan puñetero como siempre, no puede evitar una de sus habituales carcajadas. Como me gusta reír con los demás, acepto con una sonrisa su sarcasmo, que en el momento preciso le será finamente devuelto. “Lo primero que debes hacer –dice- es dejar de fumar".  “Pero Pepe -le respondo- si hace más de diez años que he dejado el tabaco”. “Tu te lo pierdes”, me dice sacando un paquete que parece salido de un estanco. ¡Si será c..!. Luego me explica que ese cargamento  acusado de cancerígeno y no sé cuantas cosas, es de chocolate. Me da uno de esos pitillos y le digo con tristeza que si lleva azúcar no me lo puedo tomar, con lo que la risa que viene a continuación es monumental. Ni que hubiera contado un chiste, que lo mío es estar en tensión baja. Precisamente me pregunta que cómo tengo la tensión, y al verle venir, le digo que en su punto justo. “Sube conmigo a casa que me he traído los aparatos médicos a Biescas y te auscultaré, que si todo te va bien sacaremos unas anchoas especiales”. El  caso es que aunque Pepe y yo seamos grandes  amigos por encima de todo, pues me conoce muy bien, a veces me da la impresión de que le odio.

Ciertamente, en Biescas, repito,  me lo paso genial, aunque solo sea contemplando el paisaje e imaginando historias en sus montañas mágicas, que habrá ocasiones de referirlas públicamente. Pero como tengo la suerte de disfrutar de buena parte de mi familia y de la amistad de personas muy entrañables, así como de mi inseparable Jimena, la dicha es mayor. Aquí contamos alegremente nuestras vidas y hacemos excursiones muy tonificantes marcando de vez en cuando altos en el camino para decir tonterías, para recordar y para pensar con optimismo en el futuro, aun a pesar de la ola de crisis que nos invade. En una de esas caminatas, camino de la ermita de Santa Elena, viene Jorge, miembro del grupo, del que forma parte esencial, eso sí, aportando en esta ocasión una generosa bota de vino, chorizo y jamón,  y ese sentido del humor que caracteriza a todos nosotros, que nos permite llegar entre risas a la cima de nuestros deseos. Que somos pelaires y aunque no muy creyentes, Santa Elena nuestra patrona, que está por encima de todo. En una de nuestras paradas, entre trago y trago y bocado,  la hora de dar repaso a nuestras travesuras, Jorge empieza a reír sonoramente y ante el interés demostrado por hacerle coro, relata sus motivos cargados de guasa. “No me tires mucho de la lengua, que la culpa la tienes tu, Manolo; perdón, quiero decir, Gabino”. Mi gesto ante la acusación, es de fingida inocencia, a pesar de que me asoma una sonrisa incierta y maliciosa. Le dejo que se refiera a los hechos, y desde el principio parece que adivino su discurso. “Los chinos -asegura Jorge muy serio- inventarían la pólvora, pero tu nos la diste a conocer cuando imitando a los rusos realizábamos en la viña de mi padre los primeros lanzamientos pelaires de sputniks, si, esos que comenzaron a llamarse satélites artificiales lanzados al espacio y que a nosotros, a pesar de sentirnos triunfadores, no nos llegaban más allá de 5 metros de altura”. El caso es que uno, que siempre ha sido algo cotilla y mis amigos, íbamos a la farmacia de don Benito a comprar una sustancia en pastillas que aliviaba las molestias de garganta. Las machacábamos y las mezclábamos con azúcar y en un tubo de ovillo de hilo introducíamos el material combustible sellándole adecuadamente y dejábamos un hilillo para quemar, que una vez atado a una pajilla le prendíamos fuego impulsándole hacia arriba. Pero los experimentos fueron de corta duración, pues advertido don Benito de nuestras andanzas, cada vez que íbamos a su farmacia, nos decía que la sustancia en cuestión ya no estaba a la venta (supongo que para nosotros). Ahora yo hubiese hecho lo mismo que él.

Éramos y somos guerreros que han disfrutado de un pasado intenso y que cargados de ilusión afrontamos el futuro. En nuestra vida hay lágrimas y música, pero lo que no debe faltar en la misma es el sentido del humor, que es la mejor medicina para casi todos los males. Hay una novela de Françoise Sagan que se titula “Buenos días, tristeza”. Entre todos escribamos “Adiós, tristeza”.

 

MANUEL ESPAÑOL

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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