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Mundo mágico

LOS SILUROS QUE COMEN PALOMAS

LOS SILUROS QUE COMEN PALOMAS

 

A veces la naturaleza depara unas sorpresas que hasta hace poco creías que sólo se daban en los reportajes especializados de la televisión, en los que pensabas que todo estaba preparado para el rodaje. Y eso, pero de verdad sin trampas ni montajes, es lo que viene sucediendo últimamente a orillas del Ebro, a su paso por Zaragoza, y concretamente detrás  de la basílica del Pilar y del Ayuntamiento, donde ya se empieza a hablar de tiburones.  ¡Quién lo iba a decir que allá donde se celebraban concursos internacionales de pesca, eso sí, sólo con barbos como especie principal, que luego unos monstruos de agua dulce importados como son los siluros, iban a invadir el cauce urbano y a llamar tanto la atención con sus casi dos metros de envergadura y unos doscientos kilogramos de peso. Esos terribles depredadores, nadie pensaba tiempos atrás que un día acabarían devorando aquellas palomas, especie que tanto defendía El Vigía (José María Zaldívar) y que con tanto sentimiento cantaba Antonio Machín. Han caído demasiadas hojas del calendario de aquellas cruzadas que concentraban tanto gentío en la Plaza. Era la época en la que en España sólo se podía manifestar uno reclamando Gibraltar a los ingleses o la reivindicación de una mejor suerte para las palomas, que aunque cochinas, son consideradas como símbolo de la paz y como representación del Espíritu Santo. No sé, no entiendo esto último, pero dejémoslo todo con un interrogante abierto. El gentío que iba a esas manifestaciones casi llenaba el mucho espacio disponible animado por coches con altavoces que reproducían para emoción de unos cuantos, y para bastantes también martirizaban con esa canción de “Las palomas del Pilar”. Que servidor de Dios y de usted, que todavía no he adquirido uso de razón a pesar del paso del tiempo, hubiese preferido que el cubano afincado en España hubiese cantado al Paseo de los Besos Robados que se encuentra en el tramo de la margen izquierda comprendido entre Helios y el puente de Hierro (ahora lo ampliaría desde el puente de la Unión hasta el de La Almozara). Ya lo sé, señor alcalde, que oficialmente nunca se ha llamado así, pero recuerdo que en mis años mozos (y no tan mozos) trataba de ir por allí preferentemente en horas de crepúsculo a hacer lo que buenamente podía con la pareja de turno (esto no le gustará a Jimena). Y por allí paseábamos contentos y felices y amarraditos hasta que nos sorprendía algún cura mirón y cotilla de los que velan por la castidad, o alguno de los municipales de entonces, que parecían no acordarse de que habían sido jóvenes amantes de los arrumacos. Como Gabino que me llamo, señor Belloch, reivindico mi memoria histórica y que se oficialice el nombre. ¡Paseo de los Besos Robados, qué hermoso! Que también hay muchos jóvenes de hoy en día, que lo he visto aunque nunca vaya de espía, que ofrecen bellas e idílicas estampas ¿Qué le parece si nos vamos usted y yo de incógnito un atardecer cualquiera a pasear discretamente por un escenario tan romántico? No, no me malinterprete, que  no le tomaré de la mano, que será una visita discreta, bienintencionada y distendida de reconocimiento. Que al final de la sesión podríamos terminar disfrutando de unas refrescantes cervezas y hasta hacer algunas risas, que sé que usted tiene un sentido del humor y una locuacidad capaz de animar a cualquiera, aunque sea de la oposición.

¡Ay! Que mi cerebro, amadísimos y respetados lectores, no funciona adecuadamente, y la realidad es que me he salido y pasado unos cuantos pueblos de la hoja de ruta trazada al inicio de mi relato. Sin embargo reconozcamos que  también es bueno de vez en cuando saltarse las normas, por más que haya algún funcionario repipi que diga que las normas están para ser cumplidas. Que sí, que hay que  soltar lo que uno quiere decir y que lleva tanto tiempo grabado en el disco duro interino, aun reconociendo que a los lectores no les faltará la razón si dicen que estoy loco. Pues sí, estoy un poco majara y como tal me permito el lujo de decir lo que pienso. Bueno, del todo no, porque en el fondo soy una persona respetuosa, según se mire.

Hecho otro punto y aparte, el caso es que sigo por el Ebro zaragozano por cuyas riberas me gusta caminar y observar al personal, en este espacio tan maravilloso y ahora bien acondicionado para disfrute ciudadano, un pulmón de verdad y con unas aguas, aunque con frecuencia algo sucias,  que también alegran el semblante. Por las mañanas puede uno encontrar a jóvenes o no tan jóvenes atletas o ciclistas, o simplemente caminantes que hacen por allí sus cotidianas tandas de ejercicios.  Y en la ribera, casi al borde del agua no faltan unos ilusos pescadores que plantan un par de cañas y que también mientras pican o no pican los peces deseados, dan buena cuenta de un almuerzo campestre, y a veces hasta fuman un cigarrillo plácidamente (no fumen, que no es bueno). Un día, un pescador habitual como Paco, me decía que “esto ya no es como antes, que nos juntábamos por decenas y lo pasábamos muy bien. Ahora casi no se pesca, y cualquier día hasta se nos come a un siluro tan voraz y nada pacífico”. Aunque el amigo decía esto último con cierto aire de chufla, se sentía preocupado ante la presencia de estos monstruos que comenzaron a introducirse en España a través del río catalán Segre, luego pasó al pantano de Mequinenza y con el tiempo han llegado a la capital aragonesa y así, en algunos círculos se les aplica el calificativo de “tiburones de Zaragoza”, y no sé por qué, porque los tiburones no están sólo en el agua, que los hay de tierra y no andan lejos. Es curioso que tamaña visita ya asentada en estas aguas haya tenido ecos internacionales, aun a pesar de que su presencia es muy normal en ríos alemanes y hasta en el Tíber romano, donde llegan a alimentarse de ratas (luego dirán que la  carme del siluro es deliciosa). Ya son muchas las personas que se acercan al Puente de Piedra para ver cómo ingieren a sus presas con plumas y todo, sí, esas, las sucesoras de las que en su momento cantara Antonio Machín, no sé si apoyado en sus maracas. Pero es que el eco ha sido tan grande, que hasta Zaragoza llegó con la finalidad de filmar tamaña monstruosidad, un equipo de la Televisión Japonesa compuesto por tres cámaras y un periodista.

Y mira que son persistentes y trabajadores estos colegas orientales, ¡qué derroche de paciencia para sorprender a estos animales con los que no me atrevería a nadar por su entorno! Dicen que los siluros no atacan directamente a las personas, que se conforman con la dieta las palomas enteritas y que de eso hay en abundancia en en el lugar, donde un poco más arriba nadan esos patos que no están nada mal en una cazuela, y que no sé si han sufrido ataques de los bichitos invasores.

 Reconozco que voy por la vida muy despistado, pero al fin, un día muy soleado y caluroso, pude enterarme que estos periodistas orientales habían venido desde muy lejos a fin de rodar un capítulo sobre esta especie tan salvaje como espectacular en las aguas fluviales europeas. Así me lo explicaba un viandante que decía estar apostado desde hacía días en lo alto del puente de Piedra contemplando los movimientos de los filmadores, que mientras estuve yo a lo largo de unos quince minutos diarios (la paciencia no me daba para más), así durante una semana, no tuve la suerte de contemplar el tamaña fiesta gastronómica al completo. Pero Cañizar no me dijo el nombre aunque sí el apellido porque en su casa su mujer y sus churumbeles le mentaban de esta manera “por ser el cabeza de familia”, según me dijo. Con su gracejo personal del que hacía gala, fue desgranándome el proceso paso a paso. “Muy sencillo –expresó-. Se lo voy a explicar tan fácilmente que hasta usted lo entenderá (….?). Como puede contemplar estamos en la arcada central, y desde aquí a la zona del Náutico podrá ver miles y miles de palomas. ¿Dónde están las palomas?, pues  donde hay comida. ¿Se fija en la parte baja de los pilares en las arcadas?, ¿aprecia que se ven alimentos? Pues verá que dentro de nada bajarán en bandada”.  Tal y como me dijo el hombre, las palomas se lanzaron en una operación conjunta y suicida con las cámaras de los nipones en acción. Un gran murmullo y exclamaciones expectantes envolvían el ambiente. Y aunque las aguas fluviales parecía que registraban un movimiento aparentemente sospechoso, todo quedó en una falsa alarma y los espectadores se marcharon. Antes de que me marchase, mi fugaz amigo me sujetó del brazo y me dijo: “Espere, que no le he contado el final del proceso tal como era mi intención. Usted ha visto cómo estos inocentes animalitos bajaban aun a riesgo de ser devorados por los siluros. ¿Dónde van los siluros pues? Está muy claro, donde hay comida”. El hombre, que era muy pesado, se quedó tan satisfecho de su exposición tan didáctica. Nos despedimos muy amigablemente hasta el día siguiente, al que por supuesto, no acudí a la cita.

El caso es que como soy curioso por naturaleza, dos jornadas después volví al lugar de los sucesos con toda la cautela del mundo, y para mayor fortuna, el cámara que seguía con sus artilugios desde arriba a fin de captar a palomas y a siluros, allí estaba solo y era el momento de sonsacarle algo. Algo de fantasmilla ya tengo, por lo que quise hacerle un saludo con todas de la ley, y no se me ocurrió otra cosa en el momento reverencial que decirle un preparado de antemano a modo de saludo: こんにちは、おはよう(Hola, buenos días), y el señor me lanzó una sonrisa y me devolvió la reverencia. “¿Habla usted español?”, ni caso; “¿english?”, ni caso; “français?”, ni caso. Aquello no era ni un diálogo para besugos; que antipático y serio el nipón, que terminó diciendo con gestos destemplados señalándose a sí mismo, después a la cámara que enfocaba en picado a Ebro, que me fuese con viento fresco “Si lo que es el viento fresco, en este sitio nunca falta”, le dije con la mejor de mis sonrisas. Cabreadilllo me quedé con el colega, pero no me di por vencido. Al día siguiente allí estaba Toshiro, del que uno, a base de contactos, aprendí el nombre. Para parecer más amable le llamé como en su país, con lo que al verme alzó los  brazos alegremente, me tomó del hombro y me señaló un cartel escrito en un perfecto idioma cervantino: “Soy un periodista japonés. Estoy haciendo un reportaje en torno a la alimentación de los siluros en Zaragoza. No hablo español, por lo que les ruego no me interrumpan. Gracias”. No puede imaginar el lector los improperios que se me ocurrieron en ese momento, pero como he dicho, soy tan educado pero a veces tengo tan mal café, que gesticulando y fingiendo una sonrisa muy amable, le hice una reverencia mientras le decía. “Oye, japo, eres un ser despreciable. Ojalá se te coman los siluros”. Y aún se me ocurrieron otras muchas lindezas que no expresé verbalmente, y que jamás trascribiré por su osado mal gusto.

 

MANUEL ESPAÑOL

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