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Mundo mágico

MARCELO EL TROMPETISTA

MARCELO EL TROMPETISTA

En verdad, en verdad os digo, que toda mi vida he sido un pirado por la música, especialmente la clásica, pero también de todo tipo de estilos si la calidad es buena. Me he emocionado con el sonido de un violín, con la fuerza de un  piano, con el decir de un saxo tenor, con este idioma tan internacional en el que muchas veces sobran las palabras y afloran los sentimientos. Acabo de escuchar los conciertos de clarinete y oboe de Mozart y me dan ganas de entrar en un trance místico que también tiene mucho de sensual. Y no digo nada del Bolero de Ravel con sus cadencias tan lentas, casi imperceptibles en el inicio, y que terminan siendo coronadas por el más puro frenesí. Pero una cosas son los sueños, esos deseos tan nítidos y claros que mezclan espíritu y fuerza para invadir el propio interior, y otra estrellarse  contra esa incapacidad que nos impide estar dotados para escalar las cumbres de nuestros deseos. Sí, amigos, que a este loco surrealista bien que le hubiera gustado ser un virtuoso, y se conforma con sentir goces  tan especiales, bien a través de grabaciones que nos dejan las grandes orquestas, o de conciertos clásicos que haya podido ver en directo. Hubiera estudiado en un conservatorio, pero al final no lo hice, quizás por haber tomado toda una serie de desvíos que se apartan del camino recto de la vida y que conduce a otras metas, a las que he llegado y que también me hacen disfrutar con intensidad.

El caso es que, un buen día me llamó por teléfono  mi primo Marcelo, de un pueblo muy cercano al de la tía Cuqui, diciéndome que quería ser músico. Tras el monumental susto que me llevé al recibir tan directamente la noticia , tanto que tragué  y expulsé por conducto nasal antirreglamentario la cerveza con que tan ricamente quería refrescarme, una vez en calma pensé que “el chico, aunque no es de muchas luces, hay que ayudarle. Por lo menos que aprenda a tocar un instrumento, algo que no supe hacer yo, y si con eso es feliz…”. Así que le dije : “vente unos días a Zaragoza, y veremos qué se puede conseguir”.

Marcelo, mozo recio y alto, es muy buena persona, “un bendito”, que se dice en esta tierra a orillas del Ebro, y un tozudo tan mayúsculo, que como se empeñe es capaz de atravesar un muro a cabezazos. En mi casa se plantó portando unos paquetones enormes que contenían productos de la matanza del cerdo cargados de colesterol: chorizos, un jamón, morcillas, madejas ya preparadas, longanizas, y por si fuera poco, huevos de corral. El caso es que tras dejar la mercancía me traspasó una sensación de alegría que no hay quien se la pueda imaginar. Por un momento pensé en los homenajes que me iba a tributar a espaldas de mi médico endocrinólogo, porque es que si se enteraba de la verdad me oiría, lo que en realidad me oigo todos los días: “estás loco”, con lo que mi propia respuesta sería “afirmativo”. No hizo falta que me echara la bronca el galeno, porque en esos instantes llegó a casa mi sufridora, que a pesar de que parezca que no, quiere con locura al primo. El caso es que tras el numerito de ella y la cara de tonto que ponía yo, y tras la risa que le dio a Marcelo, porque por una vez me abroncaban a mi y no a él, que repito, no tiene muchas luces, llegó la calma flotando en una nube cargada de guasa por parte de ellos, mientras que la mía almacenaba truenos, rayos y agua teñida con betún negro. Se dio la situación de que me vi forzado a expresar una cierta tranquilidad y callar. A la hora de la cena me di cuenta que el gran paquete de la cerdada había volado hacia un banco de alimentos, algo sobre lo que no tenía nada que objetar. Pero el recochineo mayor fue que tras no parar de reír, la sufridora y Marcelo habían guardado para ellos alguna pequeña propina que muy pronto pusieron sobre la mesa: un par de huevos fritos cada uno, con patatas fritas, chorizo y morcilla. A mi me reservaron un poco de borraja cocida, un filetito de pescado a la plancha y una manzana. Mi primo, el muy “c…” que no paraba e soltar carcajadas, aún tuvo el atrevimiento de darme una fuerte palmada por detrás cuando mi mujer se había acercado un instante a la cocina y yo tomaba más calmado un vaso de vino, que también expulsé por conducto antirreglamentario. Para apaciguar mis nervios, ella que cada día me atrae más, aún me susurró al oído sano: “anda cariño, que si te veo contento, esta noche practicaremos en nuestro cuarto esos enredos que tanto me gustan”. Así que mandé a Marcelo a la cama (la suya, aclaremos) y no opuso resistencia. Jimena y yo nos acostamos rápidamente y a mi me faltó tiempo para empezar a enredar, cuando oímos voces procedentes de otra habitación: “ay que malico, qué malico estoy” y le contesté: “eso son las morcillas y el vino que te has bebido, que te han sentado muy mal”. Tras una inmediata risotada, la primera del día y de la noche, me volví hacia mi sufridora, que en ese momento empezaba a vomitar. Así que tras un “que os den morcilla y huevos”, también me quedé toda la noche en vela y sin sexo, eso sí, pensando en el “Bolero” de Ravel, que siempre es un recurso.

Como en el fondo no me tengo por mala persona y amo tanto la música,  al día siguiente era el momento de acompañar a Marcelo a que eligiese instrumentos. Mientras andábamos por la calle vimos cómo unos ambulantes llevaban una cabra y de repente se pararon, uno tocó el “España cañí” a la trompeta, al mismo tiempo la cabra bailaba y hacía equilibrios en la punta de un palo, y otro pasaba la gorra para la “ayuda al arte”. Mi primo estaba embelesado con la cabra y el instrumento de viento, compró este último a peso de oro para desesperación mía. Pero el pobre no me dio ningún mal más. Se fue con el cabrero para aprender el oficio y así poder tocar la trompeta y tan sólo acertó a decir que “cuando sepa tocar me vendré unos días a tu casa a darte un concierto”. Tengo entendido que fue muy buen alumno, porque el ambulante le dijo en pocas jornadas que ya había aprendido todo, que era muy bueno.

Como Marcelo añoraba su casa del pueblo, le eximí de su compromiso del concierto en la mía. “Bueno, ya te tocaré por teléfono”, dijo finalmente a modo de despedida. Unas semanas después de ensayar por el monte, las vacas y las cabras habían dejado de dar leche, y la poca que les quedaba salía agriada; al poco se escapaban del término municipal. Sabedores del origen de la causa, los vecinos, que también querían a Marcelo, le quitaron la trompeta y   “a escote” le regalaron una casa en las afueras, para evitar que lo vieran más los animales. Marcelo dejó de ser el trompetista y volvió la buena leche.

 

MANUEL ESPAÑOL

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