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Mundo mágico

EL CUENTISTA DEL BANCO

EL CUENTISTA DEL BANCO

Estaba en el Madrid de Ana Botella, si, la alcaldesa que habla inglés con acento de Lavapiés, meditando qué se podía hacer por ayudar al país, tan saturado de "salvadores" de un pasito adelante y dos pasitos atrás. Ante tamaña empresa, llegué a sospechar que  estaba mucho más loco de lo que creía, que debía de serenarme aunque fuera solo un poco. Así sucede que burrada tras burrada de intenciones (que me perdonen los asnos), se acumulaba en mí todo un interior lleno de brechas, no sé si curables a estas alturas. Y no exteriorizo lo que pensaba, porque uno es educado y pacifico, que los encargados de regir nuestros destinos patrios se merecen collejas mayúsculas.  Vaya, que me estoy poniendo blando y demasiado cortés, que así no se consigue nada, que bla, bla, bla y bla…  Y así, una tras otra en una cinta sin fin. En esas estaba en la capital del Reino de España, a donde había acudido entre otras bondades para disfrutar de sus museos, teatros, salas de exposiciones, y ¿por qué no?, para dar rienda suelta en la medida de mis posibilidades, a mi vocación del loco surrealista que soy, y que también disfruta con intensidad de la observación de los tipos de los barrios castizos, de chulapones y chulaponas, !que olé la gracia que tienen!, del hombre invisible de la Plaza de Oriente, del Homer Simpson de la Puerta del Sol, si, si, allí donde se encuentran, no es ninguna ironía, el oso y el madroño, que uno, cualquiera que se acerque, y proceda de donde proceda, nunca es forastero en Madrid.

Soy aragonés, que no quepa duda.  Y en esas estaba presumiendo de aragonesismo junto a un grupo de amigos en un establecimiento hostelero muy próximo a la Plaza Mayor, disfrutando de unos callos exquisitos bien regados con tinto del Somontano de Barbastro, cuando sonó mi teléfono móvil, y en la distancia se escuchaba la voz de mi primo Marcelo para darme las novedades de su pueblo, que no es el mío pero al que le tengo igualmente mucho cariño. Marcelo, que se había vuelto algo más sensato y había dejado de tocar la trompeta para alivio de vacas, cabras y demás ganado, me dijo que me acercase cuanto antes por allí, que habían inaugurado un banco con dos empleados y mucho dinero en la caja, que así la plaza había quedado muy maja, que además Claudio, uno de los típicos de aquellos lares, hacía guardia en el edificio en horas de oficina. Estaba muy claro que ese número no me lo iba a perder y que aprovecharía igualmente para disfrutar de uno de los guisos de mi tía Cuqui.  Ante ese panorama tan sabroso, días más tarde, allí que me plante, como no podía ser de otra manera. Así que dejé el utilitario en la misma plaza donde estaba el nuevo banco, ademas del Ayuntamiento, bar-casa de comidas, consultorio médico y parroquia, y allí estaba Claudio, quien tanto decía apreciarme ("como si fueses mi hermano" me decía casi siempre), pero que en esta ocasión no me hizo ni caso. Me acerqué a él y... como si nada. Estaba demasiado atento a pasar el dedo en la fachada bancaria, por lo que para llamar su atención le tuve que gritar al oído:   ¡Claudioooooooooo! Más pacifico de lo que pudiera imaginar, no se lo pensó demasiado al decirme: "Ay mocete, que con razón te llaman loco. ¿No ves que estoy contando dinero? Al abrir este banco, los amos del mismo me contrataron como cuentista. Me pusieron un chip en este recuadro marcado con tiza, y cada vez que paso el dedo supone  un euro de ganancia para la entidad, y si cuento tres mil, mil quinientos son para mí. Lo malo es que tengo que controlar también al Macario y al Saturnino, para que en sus horas laborales no dejen la oficina, y si se van y lo cuento a los jefes de la ciudad, les echan a la calle y no les pagan, por lo que me odian y dicen que soy un chivato y un cuentista... Pero oye, loco, siento decirte que he perdido “demasíau” tiempo contigo, que tengo que ganar más dinero". Como vi que desde dentro de la oficina el Macario y el Satur  no podían contener más la risa, entre allí y me contaron su historia. Claudio no dejaba parar a nadie en el pueblo; al cura, que le llamaban don Casto, le amargaba la vida con sus chistes verdes, al médico le daba todos los días trabajos extra, bien por purgaciones  (hasta el pueblo llegaban con frecuencia putas veteranas no revisadas) o por patadas que daba a las piedras; a la seña Paca le tomaba prestada de vez en cuando alguna gallina para comer, o bien les quitaba los huevos recién puestos. Y de esta manera, sus "hazañas" se multiplicaban. Es por ello que los dos empleados, apoyados por todos los habitantes del pueblo, idearon esta historia poniéndose de acuerdo con sus jefes. Y Claudio, que un tanto loco más que yo, además de tonto,  pesetero y egoísta, picó en el anzuelo y volvió la tranquilidad. No sé por cuánto tiempo será así, porque cuando pasen más de tres meses y se canse de recibir su sueldo a través del chip prodigioso, estoy convencido de que montara en cólera.

 

MANUEL ESPAÑOL

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