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Mundo mágico

CANCIONERO, SULTÁN Y YO

CANCIONERO, SULTÁN Y YO

No hay nada que personalmente sospeche o sueñe que no pueda convertirse en realidad, por lo menos en mi interior. Eso equivale a ser poseedor de una riqueza ilimitada, más todavía que cualquiera de las personas que figuren en la lista Forbes. Que la vida, aunque de vez en cuando castiga, y muy duro, si miras siempre hacia delante,  no olvidas las cosas buenas del pasado y sabes mantener una sonrisa natural, la cuesta arriba será más llevadera sin necesidad de ayuda mecánica. En ese quehacer diario te encontrarás con situaciones insospechadas, y seguro que más de una vez te dirás eso de que “si no lo veo no lo creo”. Es como si por una de las aceras (ahora habilitadas para bicicletas) del zaragozano Paseo Independencia, o por el centro de las Ramblas de Barcelona, o por el centro de la madrileña calle de Alcalá, te encontrases con algunos jinetes y sus caballos al trote. Si ahora se asustan con las bicis, ¿que dirán de los imponentes cuadrúpedos por esas vías? Efectivamente, a veces la realidad supera a tu propia imaginación, te das cuenta de ello, lanzas tu mirada hacia el firmamento y aprecias que todo es posible en ese reino extraño y sorprendente, que uno no concibe sin sentido del humor, aunque haya momentos de la vida en que este resulte muy difícil hacerle salir a la superficie..

Lo que sí resulta verdad no sospechosa, es que mis raíces (soy Gabino, portavoz del también pelaire Manolo Español), trasplantadas y muy profundas e imposibles de arrancar, están en Biescas, población rodeada de bellas montañas, en pleno Pirineo aragonés. Aquí, desde mi infancia hasta esta etapa que precede al tiempo amarillo, he crecido, he conocido dar pasos unas generaciones a otras, he desarrollado mis ilusiones y alcanzado buena parte de mis sueños.

Verdad es también que aquí, además de familia, he tenido amigos singulares. Como dar nombres sería muy tedioso, pues la lista es fácil deducir tendría una gran extensión, quiero comenzar por dos amiguetes entrañables: Con Cancionero y Sultán, la existencia era muy especial y divertida cuando compartí mi tiempo de infancia con ellos. Cancionero era un caballo blanco y gigantesco, y aunque su figura no parecía elegante, lo mismo servía para montar que para llevar el carro de la casa cargado de lo que fuese, con su fortaleza tan especial. Sultán era un pastor alemán divertido, inteligente y cariñoso que me mojaba, a veces exageradamente, con sus lametones. Parecíamos un trío inseparable, aun a pesar de las broncas del abuelo y el taparse los ojos por parte del resto de la familia, aunque no podían ocultar una cierta dosis de complicidad secundada esta también por mis tíos y varios miembros más de la casa. Decía por el pueblo que se trataba de mi caballo, y es que el animal aprendió a obedecerme, siempre que le tratara con cierta dulzura, pues como se dice, “a las buenas” podía hacer con él lo que quisiese. Más de una vez le ponía las manos en los lomos, el pobre se agachaba, me subía encima después de escaparnos de la cuadra con Sultán siguiéndonos, “hala,  a pasear los tres por esos campos de Dios…”, bien alegres, sin pensar ninguna malicia, a pesar de ser conscientes de que cometíamos travesuras que traerían consecuencias familiares aparentemente ácidas. Al “corre corre caballito” le castigaban sin demasiada severidad porque poco después debía trabajar a pleno rendimiento, y no era cuestión de encerrarle. Aún es más, cuando se había quedado sólo, a Cancionero un servidor le llevaba un par de terrones de azúcar previamente sisados, y me relinchaba de satisfacción. Al perro, a la cuadreta de leña encerrado, si bien después de tanto ladrar era liberado a fin de que no diera mucho mal. A mi, personalmente, después de un apercibimiento verbal y no exento de ternura, a fin de que no cometiera más travesuras, me dejaban jugar con un Sultán que me ponía las patas delanteras sobre los hombros, sacando además a pasear su lengua, como muestra de afecto. Pero este can tan cariñosamente pegajoso como buen colega, con sus patas y sus orejas, me indicaba que los amigos éramos tres, que faltaba Cancionero, y de esta manera me llevaba hasta la puerta de la cuadra. Una ves se enfadó tanto conmigo, que no paró de ladrarme en toda la mañana, hasta que vino la reconciliación, con… nuevos lametones.

Me encantan los perros. Les veo nobles y buenos, y hasta con ganas de ayudar, por lo menos los de determinadas razas. En cuanto a los caballos mis sentimientos resultan muy especiales, especialmente dada su inteligencia y sentimientos. De muy niño también he estado mucho tiempo en Toulouse (Francia), donde descubrí tiendas especializadas en carne caballar, lo que me llevó a pensar muy negativamente del sistema o de las empresas que comerciaban con estos animalitos a fin de que una vez asesinados (concepto así valoraba yo) trocearlos y convertirlos en piezas de mostrador.

Hace unos años, como apasionado de la montaña que soy,  hice una de las excursiones veraniegas más maravillosas de mi vida. Se trataba de la circunvalación por los lagos franceses de Ayous, una excursión en forma de herradura, que a nosotros nos costó unas seis horas y que partía de un desvío frente a la estación invernal de Artouste, para volver al punto de salida. En los diversos puntos del camino éramos testigos de la belleza de unos paisajes salvajes pletóricos de hermosura, por lo que al pasar por un enclave precioso, hicimos un alto en uno de los refugios de montaña más coquetos que he conocido, ubicado en una pared lindante con un lago muy especial, de aguas cristalinas. En total fueron doce los lagos naturales que pudimos visitar en la vertiente norte pirenaica. Y entre lago y lago el espectáculo natural iba creciendo, y no pude evitar gritos de satisfacción al ver en libertad caballos salvajes, “No se alegre tanto usted -me decía un pastor galo que estaba en el entorno-, que estos animales de los que no cuido personalmente, tienen dueño, y están destinados a ser vendidos en las carnicerías especializadas”. En ese momento me sentí muy triste, y más al contemplar que los caballitos eran de lo más sociable, hasta el punto de que se quedaban noblemente quietos para las fotografías y hasta se dejaban acariciar. Desde entonces, me he negado a masticar la carne de una especie tan generosa e inteligente  y con sentimientos comunicativos. De no haberlo hecho, tendría el remordimiento de haber cometido un crimen.

Lo siento, pero esta vez el loco surrealista ha acabado triste. Hay situaciones, momentos amargos, que el hecho de recordarlos te hace dar emocionalmente un paso atrás. Si damos un repaso a nuestras vidas, encontraremos de todo. Hagamos valer nuestras sonrisas y pensemos en la felicidad como un sueño que estamos obligados a convertir en realidad.

Desde Biescas, con amor.

 

MANUEL ESPAÑOL

 

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