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Mundo mágico

EL DÍA EN QUE NACÍ YO

EL DÍA EN QUE NACÍ YO

¡¡¡¡Si el agua se transformase en vino....!

 

Currito, un sobrino muy chungón él, dice acordarse del día en que nació, y te lo cuenta con gran alarde de imaginación, haciendo como si se hallase en un estado mental regresivo desafiante. No. Si es que no me tiene el menor respeto el pequeñajo este de 1,80 metros de estatura, porque claro, él es un chico muy joven, fuerte, guapo, listo e inteligente que habla cinco idiomas y que liga mogollón, tiene respuestas para todo y además lo hace muy bien. Yo, lo contrario, aunque en su momento hice lo que pude, tengo menos pelo, más años, no digo cuántos, porque algo de coqueto ya tengo. Y aunque me tiente con su guasa este chiquitín pidiéndome que haga un ejercicio extremo de memoria, que bien que quisiera, pero no acierto al mirar hacia atrás. Puedo decir que si la mirada retrospectiva hacia los sucesos en el tiempo se midiese en vertical, lo mío sería una especie de vértigo causante de un terrible pánico, como si rodase físicamente dos veces la altitud del Everest (8.848 m.) desde el punto más alto, o sea, 17.696 metros de caída en libre. En esto estaba ocupada mi mente, con la expresión facial como ida, cuando Jimena, mi mujer, me sacaba de una especie de letargo con una pregunta: “¿Qué piensas, en el día que naciste?”. Con Jimena tengo una suerte enorme; es tierna, dulce, permisiva, procura no ponerme nunca nervioso, y a veces parece que me tiene en una nube un tanto celestial, llena de algodones. Pero como siempre hay alguna excepción a la regla, he de decir que también desarrolla una guasa que me excita y hace que mi persona sufra una transformación total como si fuera el Dr. Jeckyl. Como siempre me pasa igual y los cambios tan drásticos me duran unos escasos minutos, ella ya acostumbrada, contiene la risa y espera que mi semblante vuelva a estar pacífico para volver a la carga y seguir castigándome con su peculiar sentido del humor. Al final, para encontrar una salida alegre con ésta condenada aliada de Curro, decido decirle que sí, que pensaba en el día en que nací. Lo único que recuerdo, porque me lo dijeron años después, es que yo era un bebé horrible, más o menos como ahora en adulto y muy veterano. Miro en las páginas de Wikipedia, y aunque estábamos en las últimas de la Segunda Guerra Mundial, de ese día las crónicas de los periódicos no publican nada reseñable. ¡Qué desconsideración hacia el que luego sería el loco surrealista!, ¡qué poca visión de futuro!

Aunque no me gusta mirar hacia atrás, en ocasiones no puedo evitar algún sentimiento de nostalgia mezclada con algo de malicia hacia una infancia que con ayuda de algo de imaginación, me permite reconstruir momentos que dejaron en mí huellas extrañas y a mi manera. Recuerdo que cuando apenas levantaba unos escasos palmos del suelo y me hallaba en el parvulario, ¿o no era en el parvulario? El caso es que ya se nos hablaba de la Historia Sagrada y de la vida de Jesucristo. Como quiera que suelo cambiar de vez en cuando las situaciones y las interpretaciones de las mismas, se me quedó grabado de una forma peculiar el milagro de las Bodas de Canaán, sí, esas en las que Jesús, a los 11 años, convirtió el agua en vino y así pudieron beber todos, y alguno hasta en demasía con la consiguiente resaca. ¡Como que me hubiera dejado mi padre hacer eso! ¡Lo bien que me lo hubiera pasado con él como amigo suyo maquinando trastadas de ese tipo! Gracias a cómo me contaron en el “cole” el milagro, y en mi afán de entender todo al revés, sentí una necesidad inmensa de saber transformar debidamente la uva, o saber lo suficiente de química como para convertir el incoloro e inodoro elemento en vino, a ser posible del Somontano de Huesca, que el negocio hubiese resultado redondo. En el fondo, y tratando de ser medio realista, y sin pasar de medio tonto, debo de reconocer que en ese momento, el Niño no se acordaba de lo que le había sucedido a Noé cuando bebió los efluvios de Baco al salir de su famosa arca cargada de animales después de unas inundaciones que duraron cuarenta días y cuarenta noches. Que por lo visto en Canaán hubo quiénes agarraron moñas de impresión, que él había obedecido  órdenes de los mayores. Así le conté la historia al cura de turno que me examinaba, que me respondió que si quería yo hacerle comulgar con ruedas de molino. “De molino, de molino, precisamente no, que usted tiene una cara muy grande, y aunque la boca también…”. Total, que me soltó un bofetón nada simbólico, y me echaron del colegio. Afortunadamente, la represalia física no me llegó porque me agaché a tiempo y el que salió con la cara amoratada era un compañero que no tenía nada que ver. Vamos, que no me acordaré del día en que nací, pero sí del día de mi expulsión, por más que haya llovido. Y es que la memoria es tan selectiva...

 

Manuel Español

1 comentario

alberto martínez -

¡Muy bueno, Manolo! Un saludo cordial y trasnochador...