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Mundo mágico

MARISA QUIERE CONOCER EL AMOR

MARISA QUIERE CONOCER EL AMOR

Ojos grandes y expresivos de color pardo, muy guapa, aunque con la mirada triste, es un alma inocente, bastante cándida, y ha sobrepasado la edad dorada. Se llama Marisa, y la conocí un día de otoño en un entorno rural muy poco conocido, caminando por una vereda rodeada de árboles rojizos junto al río, con las hojas ya esparcidas por el suelo salvaje de tierra, hierbas y barro. De andar cansino y ataviada con un vestido blanco hasta los pies y una pamela rosa, era la propia imagen de unos tiempos que se fueron. Pero ella estaba ahí, ante mi. Era una realidad. Soy curioso y creo que también muy humano, y aquella persona comenzó inmediatamente a preocuparme, y como no me atrevía a dirigirme a ella, la seguí sin ser visto en un paseo relativamente largo, en el que Marisa se paraba de vez en cuando, su rostro oscilaba lentamente a derecha e izquierda como si desease encontrarse con algo por ella anhelado, y luego volvía la vista al frente, con una expresión de aires perdidos e invadidos de nostalgia. ¿Estaba loca? Eso  me pareció en un inicio, pero pronto me di cuenta de que me hallaba cerca de un ser especialmente sensible, sin malear y necesitado de una generosa comprensión. Tras una hora larga de observación y una persecución cargada de un cariño recién nacido, me di cuenta que allí había una persona alejada de la realidad. La seguí hasta el final de su caminata, cuando llegó a las puertas de una residencia muy envejecida, rodeada por un muro muy alto. Allí había una gran puerta en cuyo acceso se hacían visibles huellas de rodadas de coches y hasta de carros de tiro de caballo. Pero la puerta estaba abierta y la agitación reinante en el interior era inmensa. Una mujer casi anciana corría hacia ella gritando su nombre: “Marisa, Marisa, ¿qué has hecho?, ¿donde has estado?, ¿Te ha pasado algo?, ¿has conocido a algún hombre?”. Especialmente en el hombre puso mucho énfasis, para añadir a continuación y muy excitada, que “esto me lo temía, pero si es que no podía ser de otra manera. Desde que me entregaron tus padres hace unos cuarenta años, esta es la primera vez que escapas de casa. Y todo por cumplir con la palabra que le di a mi hermana cuando te entregó a mi antes de morir, pidiéndome que no te permitiera conocer el mundo exterior tan cargado de maldad y de crueles intenciones”

Me quedé horrorizado al escuchar a escondidas esas palabras de su excitada tía, unas palabras que se diluyeron cuando la puerta quedó cerrada. Me parecía y luego quedó confirmado, que el exceso de cariño había perjudicado en demasía a esta criatura que vivía fuera de su tiempo. Lo que acababa de sucederme había trastocado plenamente mi ánimo, porque sin encomendarme a nadie decidí entrometerme en unas vidas que sí me incumbían, porque humanamente pienso que no somos nadie para cambiar forzosamente el discurrir normal de una existencia. Que lo contrario es manipulación, aberración. Ya sé que por idénticos motivos, aunque de otra manera, pero con las intenciones de ayudar a devolver las aguas a su cauce, decidí entrar a formar parte de la historia, que tanto había comenzado a preocuparme. Bajo esas premisas me las ingenié para conocer a la tía-madre Amelia, y por fin un día entré en contacto con ella en la confitería del pueblo que tan próximo a su casa estaba. Al salir, le cedí el paso y con un aire desenfadado le hablé de la bondad de los pasteles que llevaba, y muy orgullosa ella me contestó que “son para mi sobrina, para mi una hija, que tantos años lleva sin salir de casa, que así, de esta manera consigo que algo le haga ilusión en la vida”. “¿Pero la ha dejado sola?” le respondí. “No, la he dejado con mi marido, y entre los dos se hacen mucha compañía”, señaló la señora con gestos llenos de cariño, pero autoritarios y sin derecho a réplica.

Luego me fui ganando a la gente del pueblo y me contaron las historias de la Casa Grande, en la que decían residían dos brujos viejos con una sobrina entregada en adopción, sobre la que con un exceso de celo tejieron en torno a Marisa una tela de araña infranqueable, a la que tan sólo tenían acceso desde el principio dos primas suyas preparadas y condicionadas a no revelar el secreto. Así que pasaron  largos años entrando en la casa las mismas personas, algo que se llevó a rajatabla, a fin de que en un mundo irreal, el tiempo cargado de inocencia para la sufridora, pasase igual para todos. El tiempo se había detenido en esa casa sin radio ni televisión, y ni mucho menos había Internet.

Muy pocos días después del encuentro en la confitería, me dirigí a la casa con aires de misterio, y aquello dio un vuelco deseado pero no esperado. El portalón estaba otra vez abierto, y a un par de metros fuera, Amelia gritándole a su ahijada: “¡Otra vez te escapas! Y esta ya es la segunda desde que entraste aquí. Anda, Marisilla, ¿no te das cuenta que no sabes nada del mundo?, ¿qué ahí a fuera te pueden hacer mucho daño?”. La tía se quedo muda cuando se tuvo que oír: “¿Aún más que aquí?”. En ese momento me hice el encontradizo, saludé cortésmente, y les dije con educación y tacto: “Perdonen, pero lo he oído todo. Si en algo puedo ayudarles cuenten conmigo, que cuando se tienen buena voluntad no hay problema que no pueda ser solucionado”. “¿Pero quien es usted, cómo se ha metido en nuestra vida?”, me preguntan las dos atónitas al verse descubiertas.

“Me llamo Gabino, amo intensamente la vida aun a pesar de mis aires un tanto frívolos. En unos tiempos de tantos ismos extraños y de tantas reivindicaciones protectoras que no se sabe a qué responden, me proclamo humanero y aprendiz de ser humano amante de la libertad. Muy señoras mías, aquí no hay libertad y el cariño se confunde con un egoísmo personal y absurdamente sobreprotector que no crea defensas ni da sabiduría y fomenta la ignorancia más absoluta”. “Ay, don Gabino, no se meta usted en nuestras cosas, que demasiado mal lo estamos pasando por nuestras propias culpas”, me dice Amelia, para que yo le responda: “Pues corríjanlo y dejen a Marisa salir conmigo ahora, y de esta manera les ayudaré a ella y a ustedes. Les prometo que la devolveré intacta, pero con una sonrisa añadida que me da la impresión que no la recuerdan en ella”. ¡Ay, señor señala Amelia devuélvala pues a la vida, que a ella le pertenece, y que nosotros no hemos sabido darle y ahora es tarde, puesto que mi marido y yo ya somos viejos y cada vez valemos menos, y sus primas, no sé que le dijeron que hace ya tiempo que no vuelven por esta casa en la que todo está viejo. Hasta ella…”, y dicho esto se echa a llorar.

Nos perdemos de vista por la vereda ella y yo, y Marisa me toma del brazo muy sonriente ante mi sorpresa. Me señala ya de una forma más risueña, que tiene suerte de conocer a un señor como yo, que una de sus primas, cabreada con ella, llegó a decirle: “Ya estamos hartas de disfrazarnos cada día solo para verte, que te queremos y tu problema es que siendo educada por profesoras particulares también disfrazadas, te han hecho una persona culta y educada, pero ignorante e imbécil, que te falta lo esencial de la vida, que no conoces el amor”. “¿Usted señor me lo podría enseñar? Les convenceré a mis tíos, que en el fondo son muy buenos y demasiado han dado por mi, que se han pasado, y le pagarán bien”. No me dio tiempo ni de reaccionar cuando Marisa se quitó la pamela de siempre, una pequeña capa que le cubre los hombros, echó hacia atrás la cabeza cerrando sus ojos parduscos  y me dijo: “Señor, deme un beso”. Se lo di en la frente, y ella me dijo que no, que fuese más cariñoso, y le di dos en ambas mejillas,  y ella me dijo que no, que lo que quería es en la boca, pero apasionadamente, “que dice mi prima que así se llega el éxtasis. Y yo quiero que me llegue el éxtasis”. “¿Y ahora que nos hemos besado, qué más podemos hacer?”. Le contesto, que “de momento te llevo con tus tíos para que vean que soy formal, y el próximo día ya veremos”. “No, que yo quiero ahora me dice muy apasionada, que lo que puedas hacer hoy no lo dejes para mañana”. A regañadientes la dejé de nuevo en la Casa Grande, no sin antes prometerle que volvería al día siguiente. Jo, con la de la pamela, ¿y ahora qué hago?  Joé qué espabilada es la dama de los ojos grandes y expresivos de color pardo, muy guapa, ahora con la mirada ya extrovertida. El caso es que le he tomado mucho cariño. ¿Qué le deparará el futuro? Ya nos enteraremos, que Jimena también le quiere ayudar. No sé cómo, pero algo haremos.

 

MANUEL ESPAÑOL

 

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