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Mundo mágico

ENTRE MÉDICOS ANDA EL JUEGO

ENTRE MÉDICOS ANDA EL JUEGO

Tiempos ha era un niño, no malo del todo, pero sí traviesillo. Robaba fruta, fabricaba cohetes que no pasaban en su disparo vertical más de 2,00 metros, les echaba agua fría a las vecinitas. “Gamberro” me decían ante las guasas de sus padres. Sí, era un chiquitín algo asilvestrado que escapaba de los médicos, incluso de los de la familia, que tuvo su primera y por ahora única intervención quirúrgica a los 5 años (era de unas inocentes amígalas), y que entre el doctor y mi padre no hacían mas que correr detrás de mi e intentar acorralarme por la consulta, ante mi rebeldía a sentarme en el sillón anatómico. No lo dude nadie, que lo hacían por mi bien, pero en mi descargo diré que no existía la anestesia de ahora. ¿Entienden mi pataleta, verdad? Dicen que entonces, tras la operación, comencé a crecer y que de ser el proyecto de un esmirriado, pasé a 1,65 m., que no es para tanto. Lo que tenía en mi caso es un claro pánico a la profesión médica, que si algún día venía el doctor a casa, que entonces era don Joaquín (entonces el Don siempre por delante), me escapaba al patio a jugar con los de mi edad y a planear barrabasadas. Y lo nuestro rozaba el campo delictivo, aunque con aires de inocencia, porque uno de los pasatiempos favoritos era cazar lagartijas y partirlas en dos para que ambas partes fuesen autónomas; también nos dedicábamos a capar grillos. En el colegio, en las clases de Ciencias Naturaleza, nos enseñarían que eso no se debe hacer, que no es de buenas personas. Y a mi me quedó para mucho todo un complejo de culpabilidad y me dediqué a criar gusanos de seda y a pelar los árboles de hojas de morera, si bien daba de comer a unos animalitos, mataba a unos vegetales; vamos, que en mis creencias mi actitud no era entonces lo de hermana flor, hermano gorrión… Bueno, me callo, porque si no voy a descubrir lados oscuros de mi comportamiento humano de cuando no se conocían los juguetes electrónicos, ni las videoconsolas, ni por supuesto esos teléfonos móviles que algunos ya pensábamos en ellos para copiar en exámenes. Eran los tiempos en los que unos pensaban ser precisamente médicos de mayores, otros arquitectos  o ingenieros, y algunos hasta profesores como los que teníamos en clase y que a veces se mostraban con cierta violencia. Entonces pensaba que hacía falta cierta maldad para ser profesor y así castigar a los niños. Que ya entonces comenzaba a tener un cierto sentido de la solidaridad. Como había descuartizado a algunos bichos y deseaba reparar mis daños, ahora quería salvar animales y ser veterinario, si bien me sentía muy feliz cuando venía la lechera con su tartana a mi casa y nos dejaba la mercancía, para después darme un buen paseo subido a ese artefacto tirado por caballos. Dolores, que así se llamaba ella, me dijo que “tu serías un buen lechero”.

Y siendo todavía niño, un día, un médico no pudo curar a una persona muy allegada y me quedé muy mal, y así me reafirmé en un incomprensible pavor hacia una clase de profesionales, que con el paso del tiempo han merecido mi máximo respeto y por supuesto que admiración. Mi tío José, cuando trabajaba en pueblos del Pirineo y acudía a otras aldeas montado a caballo a través de paisajes nevados en invierno, igual curaba piernas rotas, que atendía partos, que le hacía la vida más llevadera a doña Eulalia a la que visitaba como galeno, pero que dada su escasez de medios le llevaba comida y ropa. Y esas cosas me gustaban tanto, que chano chano (poco a poco), como decimos en Aragón me fui congraciando con la clase médica. “Tio, ¿y todos los médicos hacen como tu?”. ”Casi todos”, me contestaba con su penetrante cariño. “Pues yo, tito, quiero ser médico, pero como tu”.

Y como los tiempos cambian a las personas, y como para ser médico había que estudiar mucho más que demasiado, cada vez me sentía más apasionado por el mundo del periodismo, al que tanto le debo,  por el mundo de la montaña, al que amo. Varios de mis grandes amigos desde los tiempos juveniles, son unos reconocidos médicos a los que me une un cariño fraternal.  Por si fiera poco tuve una medio novia que recién titulada en “medicina general y cirugía”, que me hizo apreciar más su profesión. También sucede que cuando aún no había cumplido los 40, un día me sentí aquejado de unos fuertes dolores estomacales, por lo que acudí a urgencias a un hospital de Zaragoza. Muy amablemente fui atendido por una doctora a la que le dije ser amigo de Perico, lo que le alegró bastante. Bueno, pues sucede que me dijo con amable sonrisa que “le vamos a adelantar el trabajo de mañana al amigo, así tu no pierdes tiempo y te ponemos enseguida en tratamiento. ¡Camilleros, lleven al enfermo a quirófano”. Me puse a temblar, me tranquilizó diciéndome que no me iba a operar, que me iba a practicar una endoscopia, que tuviese serenidad y sangre fría, que resultaba algo desagradable, pero que como yo era un valiente todo saldría bien. Pues no salió mal, pero tampoco bien, porque la pequeña intervención no se realizó al tirar con todas las fuerzas de la gomita que portaba la lámpara conductora, y sacarla de mi cuerpo para desesperación de la médico, que ya sin sonrisa alguna me dijo que “mañana le informaré a Perico”, por lo que me quedé en la UVI aparentemente entubado. Ya de madrugada, apareció mi amigo, me dio una conferencia sobre las bondades del tratamiento, y como me hacía siempre, logró convencerme. Aquello fue un suplicio del que me acordaré toda la vida, a pesar de que cuando me encuentro con él nos damos siempre unos abrazos muy especiales, y además caen algunas cervecitas.

Han pasado treinta años desde aquél percance, y fue precisamente hace cuatro días, cuando mi situación clínica me puso en manos de los doctores Miguel López-Franco e Isabel-López Franco. Mayor sonrisa cargada de sonrisas ni más alta profesionalidad, pude encontrar. Desde el primer momento supe que estaba en muy buenas manos, si bien me cambió la cara cuando me dijeron que debían hacerme, en principio una endoscopia, que después ya se vería. Me aseguraron que podía ser mediante una anestesia parcial, y como puse un cierto gesto, me señalaron que “si quiere lo podemos hacer con anestesia general, y ahí sí que no notará nada”. Pues bien, a los dos días acudí a la hora acordada al quirófano del Hospital Montpellier de la capital aragonesa. Todo estaba preparado, hasta mi mejor humor no exento de precaución, con lo que saludé a doctores y enfermeras, y me quedé tan relajado, que me llegó un pinchazo, y dicen que al momento me quedé profundamente dormido, tanto que me pareció despertar de nuevo un par de minutos después cuando pregunté: “¿Pero no me han hecho todavía la endoscopia?”. La carcajada fue general en todo el entorno, y empecé a reír. y con cierta voz de borrachín por los efectos de la anestesia, parece que al principio, antes de la intervención solté algún taco, algo a lo que no estoy muy habituado. Luego mis acompañantes me dijeron que mis palabras fueron que “estoy muy contento, me encuentro muy bien, esto ha sido maravilloso. pero qué guapas son las enfermeras, la doctora; don Miguel, muy buena persona y muy simpático. Olé”. Así que cuando me hallé algo recuperado y me dieron permiso para salir, gracias a las ayudas pude entrar en el coche que me trasladó a casa, no sin antes advertirme el doctor que “hoy puede comer lo que quiera, pero no tome alcohol, que eso en este momento no es bueno”. Es que después de la anestesia, la borrachera podía haber sido monumental. Las pruebas aún continuarán…

MANUEL ESPAÑOL

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