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Mundo mágico

DESPERTAR MÁGICO CON SABOR FRANCÉS

DESPERTAR MÁGICO CON SABOR FRANCÉS

 Los despertares sin música siempre han sido muy duros de digerir, especialmente si van precedidos de pesadillas. Pero es curioso que después de diez días de estancia por la embrujada Selva Negra de Alemania al acorde de los sones de las músicas de aire alpino, todavía mantengo sueños mágicos con París, que como bien dijo Enrique IV para acceder al trono de Francia, “París bien vale una misa”. Que sí, que era muy listo el que fuera monarca navarro, y del protestantismo se convirtió al catolicismo. Hoy prefiero guiarme por mi mundo onírico y bañarme de ese “charme” (encanto), de bailes apaches, de danzas desgarradas que tienen mucho que ver con el tango, de esa “chanson” que con su picardía me atrae con la fuerza del más poderoso imán. Soy como un Ulises que no podía resistirse al canto de las sirenas en su vuelta a Itaca mientras Penélope tejía y destejía. Esta mañana me he acordado y participado en sueños de los momentos alegres de mi padre (fallecido en 1975) cuando cantaba esas canciones con intérpretes tan especiales como Rina Ketty, Juliette Greco, Edith Piaff, y hasta de Yves Montand, y …. Curioso, que he salido de casa tarareando “Bajo los cielos de París”, y al cabo del rato de vagar en una más de esas caminatas diarias que ponen a prueba mi loca imaginación, me encuentro con un venerable de blanca barba, ojos pequeños pero alegres que le bailan, y una expresión risueña, que con su acordeón produce efectos mágicos lanzando al aire las notas de “La canción del pobre Juan”. No lo puedo evitar y me quedo ahí a escuchar con la mejor de mis sonrisas para terminar depositando unas monedas en su sombrero, que él me agradece con un sonoro “merci monsieur” (gracias señor). Me digo, “y además es francés. Mon Dieu”. Como no me marcho inicia los acordes de “A París” y parece que al verme abrir la boca, muy educadamente para hacerme callar se pone a cantar esa maravilla que me sigue poniendo los vellos como escarpias y que inmortalizó Montand. ¡Mon Dieu! Mientras, desvío la atención hacia el interior de la cafetería del al lado y veo arrullarse a una pareja. Hermoso. Tras entregarle nuevas monedas, el hombre me dice que se llama Robert, e iniciamos una conversación en la que me cuenta anécdotas de su vida de cuando cantaba y tocaba por los bares de la capital gala, cuando acompañaba a cantantes conocidas. La invito a un café. “Tengo alma de vagabundo” me dice en un correcto español con un simpático acento galo sureño. Sonríe, es feliz. Me asegura que dentro de unos días volverá a Toulouse, donde reside con su compañera de media vida. Cuando me dice esto mi excitación alcanza grados máximos, aviva los recuerdos tan imborrables que viví en dicha ciudad a la que viajé por primera vez a la edad de los cinco años, y en donde tengo una familia muy allegada. La felicidad alcanza un grado, diría que máximo, cuando le cuento que mi tío José tenía un bar y restaurante llamado “El Maño”, y que estaba ubicado en la Rue Trois Pelliers. “Enfrente y en esa calle he tocado yo”, me cuenta. “Conocí a su tío en sus últimos tiempos y era un hombre muy generoso. ¡Cuántos cafés me habré tomado allí!”. Ya no puedo más de alegría, me pongo a aplaudir locamente ante a cara de extrañeza del camarero. Así que le digo al empleado que “este señor, ahí donde lo tiene con su aspecto, es un gran artista, un músico sensacional que a veces viene disfrazado para cantar y tocar en las plazas públicas, y de paso pone el platillo de las monedas”. Ante la cara de extrañeza del empleado le comento a mi nuevo amigo: “¿Sería usted capaz de traernos un trocito de esa Francia picarona y amorosa que conoce como nadie?”. Él sonríe con su aire bohemio y me dice “voilá”, y magistralmente empieza a hacer soñar al improvisado auditorio. “Non je ne regrette rien”, “A París”, “Himno de amor”, “Una vida de amor”, “Milord” , suenan con más fuerza que nunca. Ha llegado la hora de los grandes aplausos y es el propio barman quien le pide que ponga el platillo por delante, y Robert se emociona ante un público generosamente entregado, y con visiblemente feliz asegura que “este es uno de los mayores éxitos de mi vida. Vale más el calor humano que el dinero, pero gracias a ustedes podré volver a Toulouse”. “Robert, ¿puede tocar una canción más?”, le comento y él, para delirio mío se arranca con “La bohéme”. Un favor le pido por último: “Toque en la plaza del Capitol, vaya al Puente de los Catalanes sobre el Garona, y lance al agua este clavel rojo que le entrego con sabor español, en recuerdo de los primeros compatriotas que debieron de emigrar a hacer los trabajos más duros. Uno de ellos, ese puente y los adoquinados próximos”.

MANUEL ESPAÑOL

 

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